"Amor, celos, ceniza y fuego, dolor y pecado. / Todo esto existe, todo esto es triste, todo esto es fado." Canta la Embajadora artística de Portugal Amalia Rodrigues. "El fado es una cosa misteriosa dice, -y prosigue-: hay que nacer con el lado angustiado de las gentes, sentirse como alguien que no tiene ni ambiciones, ni deseos -y remata-: una persona... como si no existiera. Esa persona soy yo..."
La poesía -nunca se subrayará suficientemente ni se tomará suficientemente en serio- refleja lo que el alma no tiene. La poesía fluye en el preciso lugar de la pérdida, de la hiancia. Y F. Pessoa, entre otros eruditos, acierta en concluir: "por eso la canción (toda canción es una poesía ayudada) de los pueblos tristes es alegre, y la de los pueblos alegres es triste". El poeta (epónimo de sujeto?) lo lastra una carencia. Su deseo vaga entre los objetos y redobla en su producción que no existe qué lo colme. La poesía se destila del cómo este encuentro es vivido y marca al poeta. Tal puede ser una aproximación -lejos de interpretaciones sensibleras- de la creación en todas sus manifestaciones.
Así, podemos argüir que el fado (de fatum, fatalidad, destino) -que "no es alegre ni triste", y que siguiendo al erudito lusitano en El fado y el alma portuguesa "formó el alma portuguesa cuando no existía y deseaba todo sin tener fuerza para desearlo"-, nació -nace, como la poesía de Joaquín Sánchez Vallés- justo en el preciso intervalo equidistante entre la tristeza y la alegría, "es la fatiga del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal a un Dios en que creyó y que también le abandonó". Esta peculiar producción viene marcada por el poder que encierra la mirada del Padre: reconocimiento o exclusión. Entre el júbilo por el reconocimiento y la cuita por la exclusión de la mirada. No es ese el interludio, momento de desconcierto, donde fluye Fados huérfanos?