En el número ocho de Plaza Gran Madre, al otro lado del Po, en la colina, en medio de la Turín bien, se esconde un pequeño mundo poblado de personajes pintorescos, un patio rodeado de corredores, cortinas, plásticos, ropa tendida, un mural en la pared del fondo, una pila con peces, y colgando del timbre una cara de Gargamel que se enciende. Aquí viven Sofía y Teo, una pareja muy especial. Aquí vive igualmente la inquieta y guapísima Benedetta, singular también ella por muchos aspectos y por uno en particular. Y luego el pequeño Tommy, la emprendedora tortuga Luciano y Liborio que no acierta un subjuntivo pero confecciona como nadie elegantes abriguitos para los perros de las señoras bien del barrio. Y por último Andrea, que quizás exista, quizás no. Pero un día cuando el otoño está llegando a su fin, irrumpe en este firmamento Francesco Benetti. Francesco viene de Roma, busca alojamiento y en la casa de Plaza Gran Madre se alquila un apartamento. Él es fundamentalmente normal. Alto, atlético y con un puesto estupendo en Fiat. Y como todos los normales tiene una idea más bien confusa sobre el concepto de normalidad. En una variopinta odisea sobre los sobresaltos del corazón, esfuerzos, discapacidades físicas y afectivas, fugas nocturnas bajos los pórticos, charlas y confesiones, cartas, emails y sms, La Casa de Tolkien cuenta con delicadeza, ironía, incluso con sensualidad y con una alegría contagiosa, el mundo de las distintas capacidades (el mundo de los discapacitados y el de los normalmente dotados que geográficamente son el mismo mundo), arrastrándonos a un calidoscopio de emociones y aventuras hasta llegar a un sorprendente e inesperado final.