Si el ser humano fuera inmortal, no existiría la filosofía (ni, mucho menos, la teología). Lo cierto es que, para
bien y para mal, la filosofía (de momento) existe. Para mal, porque brota del pasmo de la conciencia ante sus límites y ante su propia extinción. Para bien, porque una vida sin pensamiento, una vida que no se alzara como
problema ante sí misma, una vida en suma sin reflexión, reducida a mera rutina reproductiva, no sería digna de
ser vivida al menos, por unos seres como nosotros, que, como dice Aristóteles, «desean, por naturaleza, saber».
Los seres humanos tenemos, parece claro, la capacidad de hacer tendencialmente abstracción de nuestro punto
de vista (aunque, de hecho, no lo consigamos con excesiva frecuencia), de mirar al mundo como si la nuestra
fuera una «visión desde ninguna parte». Esta capacidad, mal utilizada, da pie, con frecuencia, a identificar nuestro
punto de vista con la visión pura o absoluta, no limitada por perspectiva particular alguna. Pero si caemos en ese
error es porque concebimos la posibilidad de una «deslocalización» de la mirada de la mente, y ello basta para
autorizarnos a hablar de nuestra capacidad de «salir idealmente de nosotros mismos», aunque sólo sea para, como
se dice a menudo, «ponernos en el lugar de otro». Y es, sobre todo ahí donde está el meollo de la tesis sostenida
en este ensayo, porque la realidad, incluso la nuestra y muy particularmente la nuestra, elude por naturaleza todo
pronombre o adjetivo posesivo. Pues bien, este libro trata de mostrar cómo el esfuerzo por «salir de nosotros
mismos» no es sólo una actitud ética socialmente necesaria, sino una exigencia profunda de nuestra manera de
ser como humanos y la única manera, a la vez penosa y gratificante, de hacer que la nuestra no sea «una historia
contada por un idiota, llena de ruido y de frenesí, que nada significa» (William Shakespeare, Macbeth, acto V, escena V, 26-28).