El día en que el ínclito oficial de cantería Mateo es llamado a la corte leonesa por la Domina del Infantado, nada hace sospechar que se ha desencadenado una persecución sin tregua a lo largo del Camino de Santiago (desde Roncesvalles a Burgos) cuyas consecuencias serán del todo imprevisibles tanto para él como para el Viejo Reino. Tal debió parecer a los vivaces ojos del atribulado Mateo cuando la infanta-reina doña Sancha le revela el alto honor que le tiene reservado (hacerse cargo de la construcción del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago) pero, a su vez, la gran responsabilidad que deposita sobre sus hombros y los de su linaje.
Tan alto honor suscita envidias entre los compagnons de la Logia de constructores y desata la ambición desmedida de los herederos de la Casa de Lara, empeñados en medrar en el Reino de León hasta tocar el solio regio; para alcanzar tan deleznables e ignominiosos anhelos de grandeza precisan estar en posesión del Testamento de la Reina y de un preciado broche esmaltado de Limoges que juntos, y una vez en su poder, bien pueden valer el cetro y la corona de un reino.
El historiador, emulando a Herodoto, trata de escribir sobre la Historia como si fuera un simple cuento de hadas, sin distinguir la leyenda y el mito del personaje histórico, con la modesta pretensión de que los personajes ficticios se confundan con los reales en una miscelánea que de fantasía tiene lo justo y de verdadera lo imprescindible para que pueda leerse con placer, frescura y rigor en dosis iguales.
Nadie puede aseverar, pues, que sus descripciones de Mateo o de Santo Martino sean autenticas pero lo parecen a tenor de los acontecimientos históricos fechados, y eso basta para hacer de su propuesta un relato plausible.