La vida consagrada y la Iglesia transitan actualmente por la complicada senda de un largo crepúsculo que anuncia la noche y precede a un nuevo día. En esta especie de penumbra prolongada les sostiene la esperanza y les alumbra la fe.
Para la tradición cristiana la esperanza es una virtud teologal que muestra su eficacia en el día a día: un acercamiento específico a la oscuridad existencial desde la óptica de Dios. Esperar no es, pues, un sueño quimérico, un delirio de ingenuidad, un último recurso, un autoengaño, una salida de emergencia o una consolación inútil. Esperar es entretejer itinerarios, aventurarse dinámicamente a recorrer rutas y caminos todavía desconocidos.