La lógica industrial no forma parte solamente de los modos de producción de objetos de consumo, sino que es inherente a todas las instancias fundamentales del capitalismo contemporáneo. La tecnología en su conjunto, el sistema de transportes, la escuela o el sistema sanitario, tal y como se edificaron a lo largo del siglo XX, han adoptado el modo de producción industrial, basado en el crecimiento exacerbado y sin fin. Las herramientas que habían de liberar a las personas de la esclavitud del trabajo, han acabado por ponerlas a su servicio.
La productividad sin límites genera una oferta continua de nuevos productos y servicios, que sometidos a la ley de la obsolescencia, provocan una sensación de escasez y frustración creciente por todo aquello que todavía no se tiene o no se podrá tener nunca. La autonomía personal, el trabajo creativo, el saber compartido en los terrenos de la salud y de la formación para el empleo de las herramientas a nuestro alcance, se ve anulado progresivamente por una tecnología cada vez más alejada de las necesidades inmediatas reales y de las posibilidades de uso de las personas; cada vez más en manos de una élite de especialistas que deciden por su cuenta los medios y los fines de los que se ha de dotar la sociedad, reduciendo la participación de las personas a la de meras usuarias y consumidoras. El resultado es una sociedad cada vez más jerarquizada y más opresiva. Según Ivan Illich, una sociedad convivencial sería aquella que permita a todos sus miembros la acción más autónoma y más creativa posible, con ayuda de las herramientas menos controlables por los demás .