En pocos decenios, el deporte se ha convertido en una potencia mundial ineludible, la nueva y verdadera religión del siglo XXI. Su litturgia singular moviliza al mismo tiempo y en todo el mundo a inmensas masas agolpadas en los estadios o congregadas ante las pantallas de todo tipo y tamaño que los aficionados visualizan de manera compulsiva. Estas masas gregarias, obedientes, muchas veces violentas, movidas por pulsiones chovinistas, a veces xenófobas o racistas, están sedientas de competiciones deportivas y reaccionan eufóricas a las victorias o a los nuevos récords, mientras permanecen indiferentes a las luchas sociales y políticas, sobre todo la gente joven.