Detrás, los surcos áridos, las lluvias, cada espera que iría germinando crepúsculo a crepúsculo. Por delante, el futuro más hermoso
transformado en ailanto, el árbol de los cielos y del amor. La eternidad sigue perteneciéndonos redondamente plena, rebosante,
grávida de simientes y hojas frescas. No tendríamos de temer jamás a los incendios. Nos hicimos perennes, como el canto
del cisne y del pelícano. Los ocres ya no duelen si se comparten.