La era del crecimiento que comenzó con la Revolución In dustrial y se aceleró en la segunda
mitad del siglo XX, sobre todo gracias a la energía barata obtenida de los combustibles fósiles,
está llegando a su fin. Este hecho, derivado del advenimiento del pico del petróleo –y de otros
minerales imprescindibles para el desarrollo–, es incontestable, aunque las élites políticas y económicas a nivel mundial prefieren ocultarlo, actuando como si el crecimiento pudiera ser continuo e ilimitado en un planeta cuyos recursos son finitos.
Es prácticamente seguro que en el siglo XXI la humanidad va a experimentar un descenso en la
disponibilidad de materiales y energía, sumergiéndose en una crisis económica que conducirá
inevitablemente a un nuevo modo de vivir. La cuestión es si esta caída se producirá de manera
forzosa, en forma de colapso del actual modelo civilizatorio, con terribles consecuencias para
todos, o si se conseguirá afrontar de forma voluntaria y organizada para formar sociedades más
equitativas y sostenibles.
Y es ahí, ante esa disyuntiva, que se alza el pensamiento decrecentista: decrecimiento o barbarie,
nosotros elegimos.