Un campo de concentración aún está habitado por sus muertos. Y solo un sobreviviente puede regresar a un campo, porque nadie REGRESA adonde nunca estuvo. Georges Didi-Huberman se adentra entonces con pudor en el país fantasmal de Auschwitz-Birkenau. Para asilar la esperanza de que no se repita, el horror debe experimentarse; para que el cuerpo aprenda a reconocer su pestilencia y a apartarse de ella, con su sabiduría enterrada de animal. Para experimentar el horror, hay que franquear el umbral de lo inimaginable y ser corteza, piel inmediata del árbol expuesta sin remedio al daño. No se trata, para el visitante de los campos, de recordar lo que no ha vivido, sino de sentir, vuelto corteza, lo que otros vivieron allí. Dolerse del otro al que ya no se puede tocar; disolver la línea del tiempo para acompañarlo en su martirio; deambular para encontrar al otro (el perdido, el quemado, el desaparecido) en las flores que pujan en la tierra arrasada, alimentándose de huesos y cenizas. Georges Didi-Huberman fotografía lo que ve y se pregunta acerca de los modos de mostrar el horror.